Tour de Francia, 1928. Era la edición número 22 de la carrera ciclista por antonomasia. Fueron 22 etapas. ¿Cuántos kilómetros? 5.375. Así que una simple división nos deja boquiabiertos: la distancia media de cada etapa era de 244 kilómetros. Los Pirineos, por ejemplo, se recorrieron desde Hendaye hasta Perpignan en dos etapas de 387 y 323 kilómetros respectivamente. ¿Cuántos ciclistas tomaron parte? 162. ¿Cuántos finalizaron la prueba? ¡¡41!! Son unos simples datos para dotar de contexto a la novela que escribió el neozelandés David Coventry y publicada en 2015: La milla invisible. En ella toman parte por primera vez cinco ciclistas provenientes de Nueva Zelanda (1) y Australia (4). El neozelandés es quien nos narra en primera persona su experiencia.
Estamos ante una novela en torno al ciclismo, pero que va mucho más allá. Diríamos que la competición es el escenario adecuado para hurgar en muchas de las miserias humanas, comenzando por una que no quedaba demasiado lejos en el tiempo y que, casualidad, el pasado 11 de noviembre celebró los 100 años de su finalización: la Primera Guerra Mundial. La carrera transitará, entre otros lugares, por el territorio del Frente Occidental de aquella gran contienda.
Además, los recuerdos familiares, a veces narrados con sentido casi onírico, la extrema dureza de la ruta y el recurso a cualquier tipo de estimulante para avanzar, proyectan una narración en la que su protagonista pedalea en torno a su propia tragedia. David Coventry ha escrito una novela ambiciosa, muy bien ambientada y en la que es fácil recomponer aquellas brutales escenas de un Tour de Francia convertido en una verdadera epopeya humana. Los aplausos y los vitores de los aficionados se entrecruzan con lo más mísero de la condición humana. Muy recomendable.
– Me siento tan… Por Dios, ¿tan qué? Tan acabado. Solo soy piel, huesos y cansancio. Quiero que me digas una cosa. Quiero que me digas hasta dónde puedes llegar, hasta dónde puede llegar el cansancio. Que me hables de eso. Hasta dónde se te mete. Sería útil. Me sería útil a mí. Acabemos así. Si puedes decirme eso, si puedes explicármelo, entonces podrás serme de alguna ayuda. Pero ahora, ahora mismo, no eres más que un inútil desecho.
Sorbe por la nariz para sacarse una flema de la garganta, esa mezcla de primera hora hecha de polvo y mocos, esa secreción que lo lleva asfixiando desde París, si no antes. Mira d reojo a la ventana. El hombre sigue riéndose, una risotada llena de saliva y despojos. Harry se estremece, es toda la resistencia que puede ofrecer a semejante fastidio.
– Cállate –susurra.